SOBRE MUCHOS OTROS.

 

Siempre entraba en clase con prisas, venía acompañado de un suave olor a café y una conversación interesante con un colega.

Nunca alzaba la voz, no le hacía falta, su tono se abría paso hasta dar con el silencio.

El valor de aquel hombre excéntrico iba más allá de enseñar legua y literatura en un instituto de arte, que ya es decir. Su valor residía en tratar como adultos capaces de razonar y tener una opinión válida a chavales de dieciséis años a los que sus padres todavía les compraban la ropa. Su valor fue el de mirarnos y vernos, reconoceros y haceros reconocer que formábamos parte del mundo. Fue el primero que nos dijo que lo de ser niños se acababa, para lo bueno y para lo incómodo, que empezábamos a “ser”, no solo a estar y parecer.

Recuerdo que sus lecturas obligadas poco tenían que ver con las de mis coetáneos de otros institutos. Nosotros leíamos “Nada”, a Pérez Galdós y a Emily Dickinson... Con el tiempo me he dado cuenta de lo sabio que era, nos preparaba para la desesperación y el fracaso en vez de para los sueños de grandeza, para eso siempre hay otros, muchísimos otros.

Al crecer creemos recordar eventos, momentos envueltos en luces doradas y olores dulces... “Hipermnesia” lo llaman. Yo no tengo ningún recuerdo preciosista que evocar para la ocasión, ni ninguna frase enmarcada que cambió el rumbo de mi existencia... Todo lo que tengo flota en una nube de luz halógena y sillas frías en una clase llena de gente que, en su mayoría, no quería ni estar allí.

Yo recuerdo sensaciones, la sensación de que lo que pensaba importaba, y de que eso me hacía de alguna manera única. Eso no me lo a podido arrebatar nadie, ni siquiera el tiempo y es sin duda el regalo más grande que se le puede hacer a alguien.

          Gracias Vallejo, mi deuda contigo no se pagará nunca.

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